lunes, 23 de febrero de 2009

La Expulsión de los Moriscos




La expulsión de los moriscos en 1609 fue un punto de inflexión tanto en la economía y la política, como en la demografía y la sociedad de la modernidad española. Este hito de la leyenda negra de la monarquía española en la Edad Moderna se justificó por motivos religiosos y de seguridad nacional pero, en última instancia, no fue más que una operación para resaltar la imagen de la monarquía.

No obstante, la controversia surgió inmediatamente cuando el recién allegado monarca, Felipe III, decretó la salida del país de 300.000 de sus súbditos, sin importarle ni el coste humano ni los efectos sobre la economía del país. Incluso desde un punto de vista religioso, la medida era discutible, puesto que ignoraba de entre los moriscos a aquellos convertidos verdaderamente al cristianismo.

Ahora bien, para comprender exactamente las vicisitudes de este acontecimiento hemos de contemplar la situación sociopolítica singular que hasta el momento se dio en España. Los moriscos se consolidaron como minoría religiosa desde los principios de la Reconquista y se mantuvieron como tal hasta 1502, cuando se desechó el tratado de autonomía religiosa a cambio de lealtad política y servicios fiscales y se decretó la conversión forzosa de los musulmanes al cristianismo. Aunque oficiado por escrito, en la práctica no cambio demasiado; los moriscos se mantuvieron como una comunidad aparte, en aldeas y barrios separados, hablando su lengua y profesando el islamismo. Ciertamente, la Iglesia trató de fomentar la conversión evangélica sincera sin mucho éxito, al tiempo que rebrotaban regularmente las tensiones entre cristianos y moriscos.

Después de poner en práctica todas las alternativas que las autoridades eclesiásticas y gubernamentales tenían a su alcance, los sectores radicales de las instituciones mencionadas se convencieron de la imposibilidad de la asimilación y del peligro que suponía para la seguridad nacional tener adeptos de religiones profesadas en países enemigos limítrofes (Marruecos). La única solución viable pues: desterrar a toda la comunidad morisca de la Península.
La primera aproximación de este dictamen la llevó a cabo en 1582 un monarca de férrea convicción cristiana y nacionalista, Felipe II. Empero, fue su hijo, quien respaldado por el duque de Lerma dio la implacable orden.



El edicto de expulsión fijaba un plazo de tres días para que los moriscos recogiesen sus enseres y las pertenencias que no habían vendido y se reuniesen en los puntos de embarque. En contra de las expectativas, el proceso de expulsión se llevó a cabo, generalmente, de forma pacífica, atribuido principalmente al escalonamiento de las salidas. En primer lugar, marcharon los valencianos, los más numerosos y también los que se temía que planteasen más resistencia, seguidos por los de Andalucía, luego Castilla y finalmente Aragón.
También ayudó la predisposición de muchos moriscos a aceptar el exilio incluso antes de darse la orden final, debido principalmente al maltrato padecido por parte de los señores y la malquerencia de los cristianos. Pero este ambiente cambió llegadas noticias sobre el recibimiento de los primeros emigrados en tierras norteafricanas y las instancias de para quedarse comenzaron a proliferar. Sin embargo, el gobierno se mostró inflexible ante cualquier tipo de petición y reprimió con máxima dureza los movimientos de resistencia violenta que se produjeron, sobre todo, en Valencia.

Una vez cometida la expulsión con éxito, la monarquía no tardó en comunicar la resolución como un triunfo absoluto e incitar todo tipo de propaganda favorable a su decisión. De entre los entusiastas, destacó el fraile dominicano Jaime Bleda que ensalzó la decisión “santa” del rey , con al que se había extirpado del cuerpo de la monarquía el “virus” que la corroía, la “raza” de apóstatas que manchaban la imagen de la nación más católica de Europa. Para Bleda, con la expulsión de los moriscos, se ponía punto y final a un capítulo de la historia: La Reconquista. Las rutas de los desterrados estuvieron predeterminadas para dirigirlos desde los puertos asignados a Orán, desde donde se repartirían por los destinos finales en Marruecos, Argelia y Túnez, el país que les dispensó la mejor acogida. Los moriscos asentados en emplazamientos como Roncesvalles, Irún o Somport cruzaron los Pirineos para entrar en Francia, desde donde tomaron la ruta de Italia, el norte de África o el Imperio Otomano.