miércoles, 3 de junio de 2009

El crepúsculo de la esperanza

He querido dedicar una efímera, pero didáctica (espero) reflexión acerca de la cita de Píndaro que lleva un tiempo ocupando un lugar privilegiado en la parte superior de mi blog. Mi primer contacto con esta pequeña perla de sabiduría tuvo como anfitrión el libro de Albert Camus, (filósofo franco-argelino) El mito de Sísifo. Este ensayo es considerado por muchos como la culminación de la filosofía del absurdo. Tras una guerra devastadora, supongo que el contexto fue puramente propicio para arraigar esta convicción.


Sísifo, fue un titán que como muchos otros desafió la potestad olímpica. Por ello, fue desterrado a permanecer al pie de un peñasco por el que todos los días rodaba una piedra cuesta abajo. Tenía pues, que empujar la roca cuesta arriba. No obstante, esta siempre acababa bajando, atrapándole eternamente en un cometido absurdo.

La idea de absurdidad es abordada con mano de hierro por nuestra razón. El hombre reniega litúrgicamente cualquier cosa que no esté subyugada por una causa “eficiente”. Nada es porque sí. Mírese la polémica y el clamor masivo hacia la teoría de la pérdida de datos de Stephen Hawking. Camus plasma con esta analogía mitológica la idea del “hombre absurdo”, aquél que llegado el momento es consciente de la inutilidad de su vida. Y, acaso no somos nosotros a su manera sísifos empujando rocas en vano, sea en sórdidas oficinas, sea en redacciones abarrotadas, sea en fábricas alienadas. ¿Cuál es el fin? Se pregunta la mente atormentada. Consuelo le doy, Sísifo no ha podido contestar a esa pregunta en 3000 años.

¡Maldición! Esto nos lleva a otra cuestión y siento comunicar al lector que esta vez Sísifo no estará de colchón para absorber el golpe. A diferencia de Sísifo, quien sabía la causa de su tormento, nos encontramos andando a tientas entre una barahúnda de sinrazones, ante una ausencia de primer motor. Consecuentemente, esta puesta en escena conlleva una carencia de justificación (que tanto necesita la razón humana), reduciendo la cuestión al sinsentido, al absurdo.

“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio” (Albert Camus. El mito de Sísifo). Un tanto drástico, lo sé. Pero como también se explicita y como creo que todos sabemos (aunque no nos detengamos a observarlo): “Uno debe imaginar feliz a Sísifo”. Personal y desafortunadamente, creo que es la única manera de evitar el asesinato en primerísimo primer grado. Triste, lo sé, pero al menos no absurdo.

lunes, 1 de junio de 2009

Coronando la inmortalidad


En un pasaje remoto e inexplorado, surcaban los oxidados filos de los machetes españoles un camino que llevase al País Dorado. Para todos los miembros de la intrépida expedición, la finalidad de esa mortífera odisea se revestía con largos collares dorados y lujos de una cuantía inimaginable. Para todos, excepto uno. Al frente de una empresa tan pretenciosa caminaba con determinación un hombre cuyos ojos escribieron uno de los mayores hitos de la historia. Un hombre cuyo motor no era la recompensa, sino el perdón. Un perdón que la Corona de Castilla no iba a otorgar a un precio accesible.


Me refiero a Vasco Núñez de Balboa. Aquél a quien los libros de historia describen de manera indiferente y superflua, congelándolo en la miscelánea de lo pasado y desproveyéndole de la vida que, aunque indecente, le llevó a coronar la inmortalidad la mañana de un 25 de septiembre ahora ya muy lejano.

Tras consagrar un pacto con el obsequioso cacique Comagre de una tribu cercana a Enciso, Balboa interrogó indebidamente a éste para aclarar el paradero del País Dorado. La explicación y las indicaciones estaban siendo del todo aclaratorias, pero un acontecimiento hizo que su atención se desviase del oro y el lujo a la vanidad del recuerdo venidero. Dada la ignorancia de los viajeros acerca de los arbitrarios nombres indígenas de las fallas y los paisajes, el cacique tuvo que describir el viaje gráficamente, y fue cuando hizo mención al estrecho donde "uno puede ver ambos océanos" que Balboa dejó de pensar en el oro que compraría su redención con la corona y comenzó a sopesar el convertirse en un mito que le mantendría con vida más allá de su muerte.

De inmediato partió con todos los hombres disponibles, entre ellos, el más fiel de sus seguidores y amigos, Francisco Pizarro. Tras semanas bajo un manto sudoroso de vegetación tropical y un sol despiadado; tras varios encontronazos con otras tribus indígenas y enfermedades cuya inmunología se tardaría aún tres siglos en obtener, el destacamento se acercó a la cima donde coronaría la eternidad. El sol brillaba como una moneda recién acuñada y el céfiro entremezclado perfumaba el día con ansias de eternidad. Mediante una orden tajante, Balboa impidió que nadie le siguiera. Quería que el momento fuese suyo, no quería compartirlo con nadie, quería ser el primer europeo en contemplar la lontananza del océano ignoto hasta ese momento. Dichoso aquél que pueda coronar la consciencia de su misión en la vida y llevarla a cabo fructuosamente.

Contemplando detenidamente ambos océanos e imbuido en el significado que la historia otorgó al momento, Vasco Núñez de Balboa sabía que el eco de su nombre resonaría a través de la ecuménica eternidad. Contempló lo que le había sido predestinado con la garganta acongojada, con ojos por el brillo del mar y la humanidad reflejados; saboreando una ambrosía divina de la que no muchos han sido dignos. Y así, el nombre de Vasco Núñez de Balboa: un extraño, un noble arruinado, una leyenda, un mártir… brilló. Brilló tanto como la humanidad se lo permitió.