Alabad a vuestro nuevo señor, profesareis su credo y destituiréis cualquier signo de disidencia ante su acaparador poder. Así dicho, colocad todo aquello adquirido con "vuestro criterio" en un altar para alabar al omnipresente, atemporal y todo poderoso dios del buen gusto.
Y es que desde los luminosos recovecos de una casa de campo decimonónica brota la voz de Nietzsche para resaltar la supresión del superhombre, la relegación de un tesoro que sólo nos es propio a nosotros mismos. Desoyendo el arrebato de Zulueta, minamos cada vez más ese susurro, esa latencia que poco a poco se apaga y, al mismo tiempo, acaba con nuestro ser.

Poniendo precio al conformismo estético-social nos sentimos mejor: ¿si es caro, como puede ser de mal gusto? Exacto, es prácticamente imposible que nuestro criterio erre si vamos con el fajo de billetes por delante. Desgraciadamente es así y probablemente, como Teseo, estemos demasiado sumergidos en el laberinto como para encontrar el camino recto sin ayuda. Aún así, el negocio prosigue y sólo de vez en cuando de entre la espesa niebla del “lameculerismo” se asoma un atisbo de verdadero criterio, un soplo de aire innovador que pronto amainará para dejar paso de nuevo al mal olor.
El batacazo con tanta vergüenza acogido por los coleccionistas que ejemplifica esto a la perfección ha sido el cuadro pintado por el supuesto alumno de Goya, que hasta ahora se había considerado obra del maestro de la pintura negra.
La verdad, la selección de estas obras de arte por coleccionistas amantes de la jactancia hogareña, propia de la pedantería aristocrática del siglo XIX, dejan entrever en muchas ocasiones la frustración de no poder tener la capacidad crítica y el juicio para conformar un criterio propio.
De entre todo esto, contemplamos esfuerzos (muchas veces, ejercicios de futilidad) dirigidos a desapegarse del fango de la mediocridad, de crear eco sonoro entre las paredes de los altos estratos artísticos mediante la adquisición de obras de arte vanguardistas. Y no sobre estos se encuentran aquellos que atendiendo el pretexto artístico compran grandes obras maestras para mantener fijos sus activos a lo largo de las fluctuaciones económicas.
Lástima, sin lugar a duda, no por la cantidad de coleccionistas sin personalidad propia, sino por los estándares tan fuertemente apuntalados que gestan una amonestación para que desechemos nuestro sincero gusto y lo sustituyamos por otro que no es nuestro, pero sí es “bueno”.
Así que, sin más dilación subamos todos al monte Carras y elijamos el bloque de mármol que más nos cautive y, vayamos incluso más lejos, demos forma a un gusto que se agote en nosotros mismos y esculpamos en ella las santas palabras que tantas veces nos ha costado pronunciar y todavía más gritar: “el retirado del mundo, conquista ahora su mundo”.
Narenei