lunes, 1 de junio de 2009

Coronando la inmortalidad


En un pasaje remoto e inexplorado, surcaban los oxidados filos de los machetes españoles un camino que llevase al País Dorado. Para todos los miembros de la intrépida expedición, la finalidad de esa mortífera odisea se revestía con largos collares dorados y lujos de una cuantía inimaginable. Para todos, excepto uno. Al frente de una empresa tan pretenciosa caminaba con determinación un hombre cuyos ojos escribieron uno de los mayores hitos de la historia. Un hombre cuyo motor no era la recompensa, sino el perdón. Un perdón que la Corona de Castilla no iba a otorgar a un precio accesible.


Me refiero a Vasco Núñez de Balboa. Aquél a quien los libros de historia describen de manera indiferente y superflua, congelándolo en la miscelánea de lo pasado y desproveyéndole de la vida que, aunque indecente, le llevó a coronar la inmortalidad la mañana de un 25 de septiembre ahora ya muy lejano.

Tras consagrar un pacto con el obsequioso cacique Comagre de una tribu cercana a Enciso, Balboa interrogó indebidamente a éste para aclarar el paradero del País Dorado. La explicación y las indicaciones estaban siendo del todo aclaratorias, pero un acontecimiento hizo que su atención se desviase del oro y el lujo a la vanidad del recuerdo venidero. Dada la ignorancia de los viajeros acerca de los arbitrarios nombres indígenas de las fallas y los paisajes, el cacique tuvo que describir el viaje gráficamente, y fue cuando hizo mención al estrecho donde "uno puede ver ambos océanos" que Balboa dejó de pensar en el oro que compraría su redención con la corona y comenzó a sopesar el convertirse en un mito que le mantendría con vida más allá de su muerte.

De inmediato partió con todos los hombres disponibles, entre ellos, el más fiel de sus seguidores y amigos, Francisco Pizarro. Tras semanas bajo un manto sudoroso de vegetación tropical y un sol despiadado; tras varios encontronazos con otras tribus indígenas y enfermedades cuya inmunología se tardaría aún tres siglos en obtener, el destacamento se acercó a la cima donde coronaría la eternidad. El sol brillaba como una moneda recién acuñada y el céfiro entremezclado perfumaba el día con ansias de eternidad. Mediante una orden tajante, Balboa impidió que nadie le siguiera. Quería que el momento fuese suyo, no quería compartirlo con nadie, quería ser el primer europeo en contemplar la lontananza del océano ignoto hasta ese momento. Dichoso aquél que pueda coronar la consciencia de su misión en la vida y llevarla a cabo fructuosamente.

Contemplando detenidamente ambos océanos e imbuido en el significado que la historia otorgó al momento, Vasco Núñez de Balboa sabía que el eco de su nombre resonaría a través de la ecuménica eternidad. Contempló lo que le había sido predestinado con la garganta acongojada, con ojos por el brillo del mar y la humanidad reflejados; saboreando una ambrosía divina de la que no muchos han sido dignos. Y así, el nombre de Vasco Núñez de Balboa: un extraño, un noble arruinado, una leyenda, un mártir… brilló. Brilló tanto como la humanidad se lo permitió.

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