domingo, 24 de mayo de 2009

Una historia verdadera


Fue una tarde muy introspectiva y la noche no parecía plantearse de manera diferente. Los ingredientes básicos, los esenciales. Yo, mi inquietud y algo en lo que pensar. Como sazonador, decidí añadir un toque de especias viciosas; una cajetilla de tabaco, comprada expresamente para aguantar la larga noche; una botella de vino, el más barato que encontré, puesto que el fin no era precisamente el del placer degustador; y, por último, la esperanza de encontrar en una de las muchas caratulas una historia que pudiese propulsar todos elementos al estado deseado.

La decisión fue unánime. El tabaco y el alcohol decidieron el título del largometraje que perturbaría la noche y, quien sabía, quizás el sueño también. El rótulo sobreimpreso me impacto de inmediato, “Una historia verdadera” de David Lynch. Dadas las circunstancias y la irrealidad de la situación me pareció contradictoriamente gracioso, así que preparé todos los elementos indispensables para proceder con mi plan.

Primera aproximación: demasiado cotidiano, prosaicamente vulgar para cumplir las expectativas que tenía puestas para esa noche. Pero una vez más, mi predilección por el director salvo lo que hubiese sido un cambio de planes insatisfactorio. La película comenzó con una serie de planos descriptivos en los que se mostraba un típico paisaje del norte de EE.UU. Pincelando la trama paulatinamente, dejaba de lado el apresuramiento típico, para asentar las bases de una historia prometedora: un veterano de la segunda guerra mundial con artritis y casi ciego, está a punto de emprender un viaje con su segadora (sí, su segadora) a través de los vastos campos de Iowa hasta llegar a casa de su hermano moribundo en Wisconsin. Con ánimo, inunde la copa con otra dosis de efusividad.

A medida que avanzaba la película, no pude evitar sentir que lo que era narrado era la historia de un camino. No obstante, las vicisitudes no la limitaron a una simple anécdota. Noté de inmediato algo extraño en la mirada del protagonista. Con el tiempo, me di cuenta que los hechos no tomaban de la mano a los protagonistas, sino al revés. El flujo del devenir ya no era irrevocable, sino que sus corrientes podían y eran conducidas por aquellos que le daban significado.

Tras acabar de ver la película, me tomé todo el tiempo que el ajetreado mundo me ha venido arrancando para observar el paisaje que tantas veces ha llamado a mi ventana. Contemplé con detalle todo lo que me envolvía con esmero, como si encerrase un secreto que había de averiguar. Por un momento creí oler los versos de Herman Hesse fundiéndose con el perfumado aroma de la noche.

Y en un momento dado, decidí mirar la hora: las 03:45. Había pasado una hora y media desde los créditos revestidos con la tierna música de Angelo Baladamenti y la sensación había sido aunque efímera (a mi parecer al menos), muy intensa. Tenía que imprimir esta sensación de alguna manera para no olvidarla y, mejor aún, poder revivirla en algún otro momento de mi vida. Así que abrí un documento de Word y escribí lo siguiente:

Canto, canto esta oda al individuo que respira presente y exhala futuro, individuo que bombea tiempo, tiempo que le perteneció, pertenece y siempre le pertenecerá.

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